El sacerdote Diego León de Villafañe (1741-1830) pertenecía a la orden de los jesuitas, y por lo tanto fue expulsado en 1767, cuando se decidió erradicar a la Compañía de Jesús de los dominios del rey de España. Así, pasó años en Paenza, en Roma y también en ciudades de España y de Portugal. En 1799 pudo volver, con otros tres jesuitas. Se encaminó al natal Tucumán y se instaló en la finca que poseía en El Chorrillo de Santa Bárbara (fundo conocido luego como “Finca Santa Bárbara”).
Pero llegó a Buenos Aires la orden del rey, de expulsar a los tres sacerdotes referidos. El Cabildo de Tucumán resolvió proteger a Villafañe. El 26 de agosto de 1802 elevó una petición al virrey, firmada por 72 vecinos. Se solicitaba que permitiera quedarse a Villafañe, por su “crecida edad y achaques habituales”, así como su conducta discreta y ejemplar. Lo de los achaques era una exageración: Villafañe viviría hasta 1830, y según su sobrino José Agustín Molina se conservó “robustísimo” hasta el final.
El 9 de octubre de 1802, el virrey Juan José de Vértiz hizo lugar a la solicitud. Consideró que había “suficiente mérito” para suspender “por ahora” el cumplimiento de la orden del rey, a quien de todos modos se lo informaría. Pero prevenía al Cabildo que “sin embargo de no dudar esta superioridad de que el nominado Villafañe observará en lo sucesivo igual ejemplar conducta y abstracción de los negocios del siglo que la que hasta ahora se le ha advertido, debe estar muy a la mira de que no abuse de la gracia que se le ha dispensado”, y será “responsable de cualquier inesperada ocurrencia que por su omisión en tan grave materia pudiese sobrevenir”.